sábado, 15 de septiembre de 2007

La coyuntura de otoño y el problema de la unidad de los revolucionarios

La coyuntura de otoño y el problema de la unidad de los revolucionarios

Andrés Figueroa Cornejo
Rebelión

En medio del otoño sucio que empaña la capital de Chile, el conglomerado de partidos en el poder, y la Presidenta Bachelet en particular, son duramente castigados por las encuestas de opinión.

La primera mujer que encabeza el ejecutivo en la historia chilena, apenas supera el 40 % de aprobación a su gestión, en uno de los países más desiguales del mundo, con la peor distribución del ingreso y donde la imposición de las fórmulas neoliberales más ortodoxas, adoquinadas por la dictadura pinochetista, sólo han sido administradas y consolidadas por los sectores dirigentes de la Concertación.

En este sentido, el capital –con graciosa promiscuidad- ha generado a lo largo de más de 17 años un estamento de nuevos ricos con discurso demoliberal. Como se ha sintetizado más de alguna vez, Chile es conducido por un gobierno aparentemente de centro en lo político, de derecha radical en lo económico, y vagamente progresista en lo cultural.
Las razones del menoscabo de la figura de Bachelet y su soporte político, se han sintomatizado en un malestar general de la población santiaguina ante el sistema de transporte público denominado Transantiago, que en los hechos y pese a las innumerables correcciones que ha sufrido y las millonarias inyecciones de recursos estatales que ha recibido, continúa empeorando y encareciendo la movilización de los capitalinos.

Al mismo tiempo, las regiones del país se resienten por la incesante distracción de dineros hacia un modelo de transporte metropolitano oxigenado artificialmente. Al respecto –y en un gesto de populismo, oportunismo y audacia- el ex Presidente y actual senador Frei (DC) , haciendo eco de una sonora demanda popular, con fines electorales y de reposicionamiento en las filas, tanto de la Concertación , como de su propio partido, ha propuesto la estatización, al menos parcial, del transporte público. Muy por el contrario, el Ejecutivo fortalece el subsidio a la administración privada del servicio y borra con el codo una de las pocas modificaciones sensatas del nuevo sistema, reimponiendo el pago de salarios a los conductores microbuseros, ya no en base a un sueldo fijo, sino de acuerdo a la cantidad de pasajeros que pagan el viaje. Es decir, el nuevo modelo de movilización colectiva se vuelve así, tan perverso, competitivo y peligroso para los ciudadanos como el anterior. Debido a ello, entre otras demandas, ya los sindicatos de conductores organizan sus primeras huelgas importantes.

LA LUCHA POR LOS DERECHOS SOCIALES

Sin embargo, la fuerte baja de la Presidenta en las encuestas, provocada en principio por el amplio rechazo al Transantiago, funciona apenas como un significante más (o punta de iceberg) de una situación de malestar social ante las precarias condiciones de existencia de las mayorías nacionales.

En un país que lidera los peores índices de contaminación ambiental y enfermedades asociadas a la salud mental de la población del Continente, el pueblo trabajador padece cotidianamente el recorte y empeoramiento de sus derechos básicos elementales. La ley cautela en la letra el derecho a la educación y la salud. Pero en la realidad, el sistema escolar y de educación superior reproduce de manera simétrica las siderales brechas sociales existentes y vuelve un mito el papel de la enseñanza como motor de la movilidad social. Mientras tanto, los hospitales y consultorios públicos mantienen pésimamente a sus funcionarios, y material y humanamente están incapacitados para resolver de modo adecuado la atención a la comunidad. Por su parte, el drama de los sin casa, resulta tan grave que ha provocado la irrupción de grandes organizaciones sociales en torno a la reivindicación habitacional.

Asimismo, los estudiantes secundarios retoman con nuevos bríos su protesta, todavía con menor masividad que el año anterior, pero de manera creciente -con la experiencia atesorada en sus luchas, y armados de un articulado de demandas mucho más coherente y direccionado que el de 2006- multiplican su volumen social y afinan con destreza su puntería política contra las raíces del modelo. Sin embargo, hasta el momento, los grandes ausentes, han sido los profesores, quienes, amedrentados por los empleadores municipales y privados, y aún entrampados en una dinámica gremialista y corporativa, en general, observan el descontento estudiantil como cualquier mortal. Al respecto, es importante reconvenirles que esta actitud insolidaria es diametralmente opuesta a la asumida por los secundarios cuando el mundo docente se moviliza por sus mejoras salariales.

LA ORGANIZACIÓN DE LOS TRABAJADORES

En otro ámbito, menos de un 10 % de los trabajadores está sindicalizado en Chile, y esa organización –ya pobre y con precarias facultades- sufre por lo menos dos sustantivas limitaciones para su desarrollo: leyes laborales pro patronales, prácticamente similares a las impuestas por la dictadura; y los llamados “acuerdos marcos”, firmados por el extinto presidente de la CUT , el demócrata cristiano Manuel Bustos, en los albores de los gobiernos de la Concertación , con el objetivo de garantizar la “gobernabilidad” y “paz social” para la democracia de los de arriba. Con los “acuerdos marcos”, la burguesía cautela sus enormes tasas de ganancias –fundadas en el plusvalor devenido de la sobreexplotación-; y promueve la “buena imagen país” para seguridad de la inversión extranjera y el lucro escandaloso de un puñado de grupos económicos que teje la materia nuclear y antipopular de la modernidad chilena. A lo anterior se agrega la implementación patronal de las llamadas “listas negras”, que corresponden a nóminas de delegados y dirigentes sindicales que tienen prohibido su empleo por el riesgo que comporta para la empresa su eventual contratación. Al respecto, el Ministerio del Trabajo realiza una supervisión puramente burocrática, contemplativa y, en el mejor de los casos, repartidora de multas insignificantes.
EL ENDEUDAMIENTO

La “gente de a pie” percibe en promedio familiar (5 personas), un salario de alrededor de 500 dólares mensuales (un arriendo habitacional cuesta 200 dólares); permanece endeudada en, por lo menos, 2 sueldos, y de acuerdo a un estudio reciente, debe destinar un 60 % de su remuneración al pago de deudas de consumo. Este fenómeno promovido por el suculento negocio de los créditos de consumo, combina causas asociadas a la imposibilidad de cubrir con el solo salario las necesidades básicas de la familia chilena; la compulsión consumista que opera en el ámbito subjetivo del pueblo; y en la falta de horizontes de sentido existencial distintas a las metas de vida talladas por el espejismo del bienestar neoliberal, y alentadas por la poderosa y unívoca ingeniería de propaganda de las clases en el poder.

Los bancos, financieras e instituciones crediticias miden su éxito y posicionamiento en el mercado de acuerdo, justamente, al volumen de su cartera de deudores. Es por ello que el principal terror de los chilenos tiene que ver con la pérdida de su fuente de trabajo, hecho que debilita aún más las posibilidades de sindicalización –por temor a las represalias patronales- y fortalece perversamente una mansedumbre a regañadientes frente a la sobreexplotación y pésimas condiciones contractuales.

LA CONCERTACIÓN

Más allá de la radiografía previa, la Concertación en el Ejecutivo se debate –más en la apariencia que en la realidad- entre sus “dos almas”. Una nítidamente neoliberal que sostiene su reproducción en el capital financiero y especulativo, y la explotación brutal de los recursos naturales (cobre, madera y productos del mar); y su otra “alma”, menos agresiva en la política de privatizaciones y más redistributiva en lo social. La cuestión es que siempre triunfa la primera, y la segunda se limita marginalmente a elevar críticas declarativas de vez en cuando. Todo esto, al interior de la corte numerada de los grupos dirigentes, porque abajo, el nicho electoral concertacionista se resiente progresivamente; pierde el miedo a manifestar su disconformidad y aumenta su insatisfacción social.

La clásica pugna pre electoral entre la DC y el PS-PPD (y sus respectivas fracciones) hace batir palmas a la derecha y a la izquierda que persigue un lugar en el parlamento. Sin embargo, el “gallito” entre las distintas culturas partidistas al interior del conglomerado oficialista se ha repetido incansablemente a lo largo de los más de 17 años del término de la dictadura. Así es como, teatralmente, se muestran los dientes, se amenazan con el divorcio, coquetean con la oposición, y luego de un poco de violencia intrafamiliar y algunos magullados, se recomponen tras su objetivo principal: mantenerse en el poder.

LA DERECHA Y LOS DEMÁS

Por su parte, la derecha agrupada en la “Alianza por Chile”, ante la crisis de la desigualdad social, la inexistencia de participación política de las mayorías y la coyuntura del Transantiago y las protestas estudiantiles, da palos de ciego y resulta incapaz de ofrecer respuestas coherentes. Sobre todo cuando sus históricas metodologías y políticas de control social, mano dura contra los pobres organizados, y más privatizaciones para la resolución de los conflictos, ya corresponden a las maneras predominantes de los sectores que hegemonizan la Concertación.

¿De qué sirve una derecha con un programa y un estilo que los partidos apiñados en el gobierno hace tiempo que practican a través de, por ejemplo, la nueva ley de Responsabilidad Penal Juvenil (que engordará las cárceles de la democracia con menores de edad), la represión policial a las manifestaciones de la demanda social (que ya mató a un obrero en huelga al sur de Chile y castiga policial y administrativamente el descontento estudiantil), perpetúa las políticas antisindicales, consagra un sistema de pensiones privado y miserable, y se suma al coro rastrero de la administración norteamericana contra los gobiernos pro populares de Venezuela, Bolivia, Cuba, etc.?

No. La derecha –incluso en las encuestas- pierde áreas temáticas de influencia, otrora de su propiedad. Simplemente, porque la Concertación expresa mejor los intereses de las clases dominantes en todos los ámbitos y con un rostro libre del pinochetismo. La “Alianza por Chile” –dueña de casi todos los medios de comunicación de masas (salvo Televisión Nacional que está loteada políticamente, y el diario estatal La Nación, que no es leído ni por los funcionarios de gobierno)- parece no tener nada que ofrecer. Las apariciones públicas de su eventual candidato a la presidencia, Sebastián Piñera, resultan desdibujadas, incorrectas comunicacionalmente (y eso que posee un canal televisivo propio) e impotentes a la hora de ofrecer soluciones claras y creíbles.

Pese al añoso bestiario de dirigentes políticos que conducen la Concertación, el conjunto oficialista se presenta todavía como garante de la “modernidad” y la “estabilidad”. Torpemente, pero en movimiento. Y capaz de controlar potenciales situaciones que podrían poner en peligro al actual sistema y los intereses clasistas que expresa y defiende sin temblores. Más aún, en un escenario donde ciertos cantos de sirena desconcentran contradictoriamente a la izquierda tradicional extraparlamentaria, cuyo eje vertebral de un buen tiempo a esta parte, se encuentra en la modificación del sistema electoral binominal para lograr algunos cupos en el legislativo. Para ello ha hecho buen comportamiento, combinando crítica y aplauso en la cuenta anual de la Presidenta Bachelet el 21 de mayo en Valparaíso; colaborando, a través de la CUT, con las fuerzas policiales en la concentración del Día del Trabajo; y codeándose amistosamente con los bordes teóricamente “progresistas” de la Concertación.

LAS CONDICIONES DE LA UNIDAD POPULAR

Mientras tanto, el pueblo organizado desde abajo en cientos de partículas desconectadas, transita el derrotero histórico de los condenados por la falta de unidad auténtica, único medio de convertirse en fuerza visible, con proyecto y proyección.

Más allá de los intentos, más o menos serios y más o menos voluntaristas, de entablar convergencias, mesas políticas amplias, e iniciativas de construir nuevos instrumentos políticos, las orgánicas radicalmente antineoliberales no logran cristalizar sus empeños en un gran continente de la unidad popular para enfrentar, al menos, tácticamente al poder.
La fórmula de la resistencia antisistémica fundada en la creación durante los 90 de colectivos políticos (que van desde formaciones estrictamente territorializadas, temáticas, grupos filiales, sensibilidades y culturas políticas procedentes de destacamentos de inspiración revolucionaria que brillaron con luz propia en los 70 y 80, pero que en la actualidad se sostienen apenas simbólicamente) parece ser superada por su ineficacia política, agotamiento, desprendimiento de militancia ante la ausencia de un proyecto político potente y falta de vocación de poder.

Es justamente ahora, que el concepto de la unidad de la constelación desarticulada de los distintos empeños políticos cobra un sentido nuevo, urgente, extraordinariamente prioritario para la construcción de una alternativa que, desde abajo y con todos quienes quieran apostar consecuentemente a la aventura necesaria de cambiar la vida, dé pasos ciertos a su cristalización.

Después de innumerables y trabajosos ejercicios de afán unitario (unos más exitosos que otros) y aprovechando con relativos resultados la “libertad de asociación” que permite la democracia de los de arriba, hoy existe un superior reconocimiento de las fuerzas y organizaciones político sociales, y de sus horizontes estratégicos.

Aquí los revolucionarios enfrentan una paradoja.

Si bien -en general y salvo discrepancias inoficiosas y sobreideologizadas para las demandas del período-, existe acuerdo en que la construcción de la fuerza social de las transformaciones que requieren las mayorías nacionales es desde abajo y hacia el socialismo, es con lucha permanente, convicción de poder y superior armadura orgánica; y fundada en organizaciones sociales que combinen sus reivindicaciones particulares con las del conjunto del pueblo y hacia la elaboración colectiva del programa popular, algo impide la materialización de la unidad.

Cada día que pasa sin resolverse el problema de la unidad popular más resuelta contra las clases en el poder, es un día más de irresponsable postergación de la emancipación definitiva de los trabajadores y el pueblo.

¿Qué explica la imposibilidad de la unidad de los luchadores organizados en cientos de empeños descoyuntados?
Las nuevas generaciones de revolucionarios han heredado aprendizajes fructuosos y también vicios invalidantes, de las luchas político populares provenientes de mediados del siglo pasado.

El caciquismo, la autoreferencia, la sobredimensión interesada de las “diferencias políticas”; el localismo estéril, la mezquindad; la confusión respecto del enemigo principal y los secundarios; la evaluación despectiva de los distintos esfuerzos políticos; la mitología política en su versión sectaria; la megalomanía y otros tantos males que recorren la constelación popular revolucionaria parecen dar cuenta, al menos parcialmente, de las condiciones subjetivas que dinamitan las posibilidades de la unidad.

Pero, sin duda, una de las causas sustantivas de esta verdadera “diáspora revolucionaria”, se sintetiza en la desconfianza (máscara de la desinteligencia, escasez de política, y victoria de los poderosos).

Más allá de los aciertos del enemigo y sus aparatos de desarticulación del campo popular, son los propios revolucionarios quienes, en gran medida, han dibujado su actual situación.

¿Pero qué hacer frente a un estado de cosas que mantiene a la constelación de iniciativas revolucionarias atrapadas en la marginalidad política, el enfrascamiento y la falta de un proyecto amplio, claro, unitario, popular, y socialista; premisas nucleares para la formulación de una alternativa política con posibilidades de éxito?

Es preciso –y un deber insoslayable- aventurar metodologías y prácticas que destruyan al “enemigo interno” de la dispersión revolucionaria. Sin descuidar en ningún momento el trabajo político social de cada uno de los empeños orgánicos existentes, urge establecer vínculos donde prime la generosidad política y el acento de los eventuales acuerdos por sobre las distancias (la mayor de las veces, imaginarias). No restarle valor y cualidades a ninguna iniciativa política social, por acotada que sea. Establecer relaciones de horizontalidad en todos los encuentros, con perspectivas -y de acuerdo a los ritmos y modos concretos de las organizaciones populares- de eventuales conducciones compartidas. Sinceramiento de las capacidades reales del conjunto, hermanándolas en la elaboración de un mapa de fuerzas correcto, complementario, coherente y potencial. Que cada actividad de conmemoración o celebración de la agenda del pueblo ponga en el centro apuestas concretas de vinculación, y se organicen como iniciativas complementarias y no competitivas. Junto al justo homenaje a los héroes y luchadores populares de antaño, hay que superar la nostalgia (más propia de la “depresión política” que de los objetivos ligados al poder) y apurar colectivamente acciones conjuntas, limitadas en el tiempo por el momento, pero que releven el imperio de la unidad popular y limiten las desconfianzas e incertidumbres. Para ello, septiembre es un mes clave.

Hoy, los mejores hijos del pueblo, los mandatados a formular el nuevo movimiento popular organizado para la toma del poder y el desalojo definitivo del puñado de privilegiados anclado por la fuerza y que impone un orden infame contra las mayorías nacionales, tiene la tarea titánica e inaplazable de reunirse, paso a paso, pero con tranco profundo y de largo plazo. No existe otra opción.

Sólo la unidad de los populares organizados para construir el socialismo en Chile es la garantía de un futuro próspero y pleno para las generaciones que ya se forman y las que vendrán.

No hay comentarios: